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Pastoral de Músicos Católicos

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Somos un grupo de personas, de la ciudad de Barranqueras, provincia del Chaco (Argentina), que llamados al Servicio de Dios, y de los Hermanos, por medio de la Música, Don que el Señor nos ha regalado; estamos trabajando contínuamente para Gloria Suya.



Pertenecemos al Santuario Inmaculada Concepción, de la Obra Don Orione; somos una agrupación de Ministerios de Música, con diferentes estilos, pero con un mismo mensaje de amor y unidad en Cristo Jesús, nuestro Salvador, y fuente de toda inspiración.





Los invitamos pues, a compartir noticias, fotos, información, y todo lo que aquí podemos brindar.



¡Ave María y Adelante! (San Luis Orione)


01 noviembre 2007

BEATO P. GUILLERMO JOSÉ CHAMINADE

SUS PRIMEROS AÑOS
Guillermo José Chaminade nació el 8 de abril

de 1761 en Perigueux, localidad situada a 104
kms. al este de Burdeos. No corrían aires tranquilos
para la Iglesia de Francia. Estaban de moda las teorías
deístas; los ataques a la religión eran frecuentes;
comenzaba a surgir una nueva forma de pensar, que se
caracterizaba por su postura crítica hacia la fe. En realidad,
era una etapa de la lucha por la independencia de la razón
que había comenzado el siglo anterior. Era papa el cardenal
Rezzonico, que había adoptado el nombre de Clemente XIII cuando,


en 1758, fue elegido en cónclave, y los jesuitas, a pesar del apoyo del propio Sumo Pontífice, habían sido expulsados de Portugal en 1759.
Los padres del fundador, Blas Chaminade y Catalina Bétfion, tuvieron quince hijos, de los que sólo seis llegaron a la edad adulta.


Guillermo era el penúltimo. Blas había dejado su trabajo de maestro vidriero y se dedicaba al comercio de telas en un modesto establecimiento en la calle Teillefer.


Los tiempos eran difíciles y mantener una familia tan numerosa exigía a veces duros sacrificios.
Los Chaminade formaban una familia típica de la pequeña burguesía de su época, de costumbres recias y tradicionales, y con un profundo sentido religioso que trataron de inculcar a los hijos.
A lo largo de su vida, Guillermo José hablará muchas veces de la,gran influencia que ejerció su madre en él.
Cuando terminó la escuela primaria fue, junto con su hermano Luis Javier, tres años mayor que él,

al Colegio de Mussidan, del que era director el mayor de los hermanos, Juan Bautista.


Era jesuita y al ser suprimida en Francia la Compañía de Jesús (1762), se incardinó en la diócesis de Burdeos. El Colegio de Mussidan lo dirigía la Asociación de sacerdotes de San Carlos, a la que se había adherido Juan Bautista. El reglamento de esta Asociación, dedicada especialmente a la educación, influirá años más tarde en Guillermo José a la hora de redactar las Constituciones de la Compañía de María.
Aunque no era un seminario propiamente dicho, muchos de los alumnos del colegio de Mussidan iniciaban allí los estudios sacerdotales. En 1777, Guillermo José y su herman Luis
Javier pidieron ser investidos con el hábito eclesiástico. Ambos habían decidido ser sacerdotes.
Sin embargo, a Guillermo José le atraía poderosamente la vida religiosa y decidió visitar varios conventos de la región, sin decidirse por ninguno. Por diversos motivos, todos le fueron decepcionando.
La decadencia de la vida religiosa se había venido acelerando rápidamente en los años
anteriores a la Revolución. Ya en 1770, la Asamblea Nacional del Clero había propuesto
una serie de medidas encaminadas a evitar la desaparición de muchos conventos.


A pesar de ello, en estos años se cerraron, sólo en Francia, más de cuatrocientos cincuenta y desaparecieron ocho órdenes religiosas. En el espacio de veinte años, se había reducido a la mitad (de seiscientos a trescientos) el número de abadías cistercienses francesas, y las que todavía existían estaban casi vacías.
Su hermano Juan Bautista aconsejó al fundador que ingresase, al menos provisionalmente, en la Asociación de sacerdotes de San Carlos.
Terminados los estudios de humanidades, Guillermo José fue a Burdeos y posteriormente a Paris para cursar filosofia y teología. En París estuvo cuatro años en el seminario de San Sulpicio. De esta época de su vida apenas sabemos nada.
Posiblemente fuera ordenado sacerdote en 1785, año en el que también obtuvo el doctorado en teología. Precisamente ese año la cosecha fue desastrosa en la mayor parte de Francia.


A la dificil situación económica que se venía arTastrando de años atrás, se añadió esta nueva dificultad que Necker, el banquero suizo que regía la economía de Francia, se esforzaba por remediar. También fue el año del famoso escándalo del collar de la reina María Antonieta.
Ya sacerdote, regresó a Mussidan, donde le nombran administrador del Colegio.

Su hermano Luis Javier era irefecto de estudios y Juan Bautista seguía de director.


Bajo la batuta de los tres Chaminade, el colegio de Mussian vivió los mejores años de su historia.
El panorama político se iba oscureciendo día a día. :omo último recurso para esclarecer la situación, el rey uis XVI decide convocar los Estados Generales, que no se ,unían desde 1614.


Guillermo José fue elegido compromisario para la elección de los diputados que en representaión del clero de Périgueux debía ir a París. Desde este moiento los acontecimientos se van a precipitar.
Juan Bautisi muere a principios de 1790. El 12 de julio de ese año se prueba la Constitución Civil del Clero. Cuando son llamaos al ayuntamiento, los sacerdotes de Mussidan se niegan realizar el juRamento. Como represalia, se les obliga a ce-ar el colegio y a abandonarlo.
Guillerino José decidió irse a Burdeos. Al ser allí me)s conocido, era más fácil escapar a la persecución. En los rimeros meses de la revolución, la ciudad seguía en calma. Sin embargo,

era preciso tomar algunas precauciones, ya ie la situación, como así fue, podía cambiar
en cualquier omento. Oficialmente fijó su residencia en la rue de LA¡die, y compró una pequeña finca, llamada San Lorenzo, i las afueras de Burdeos, a la que llevó a vivir a sus padres. mismo tiempo, era, un buen lugar para esconderse en so de que fuera necesario.
En 1792 se proclama la República y se condena al destierro a todos los sacerdotes que no hubieran prestado el juramento de la Constitución Civil. Guillermo José inicia su vida clandestina. Durante dos años la Iglesia de Burdeos vivirá en las catacumbas. En total serán unos cuarenta sacerdotes los que se dediquen a ejercer su ministerio camuflados o disfrazados de las formas más diversas.


Se cuentan multitud de anécdotas de estos años, en los que a veces, como dirá más tarde el propio Guillermo José, sólo un listón le separaba de la guillotina. Aunque los detalles de esta época resulten casi siempre difíciles de comprobar lo verdaderamente cierto, y sin duda lo más importante, es el enorme riesgo que continuamente corrieron en esos meses los fieles y en especial los sacerdotes que, a pesar de todo, lograron crear una estructura de Iglesia escondida, capaz de atender las necesidades más urgentes.
Mediante la Constitución Civil del Clero, los distintos gobiernos revolucionarios pretendían crear una Iglesia nacional independiente de Roma y enfrentada al Papa. Fueron muchos los sacerdotes que la aceptaron y también algunos obispos prestaron el juramento civil. Con ellos se instauró una Iglesia nacional. Posteriormente se intentó organizar una Iglesia laica, imponiendo el culto a la Razón.
En 1794 cesó la persecución. Volvió la calma. La Iglesia escondida salió de nuevo a la luz del día.
Aparentemente, era el momento adecuado para reorganizar todo lo que en esos años había quedado destruído o maltrecho.
Muchos de los sacerdotes que habían jurado la Constitución Civil del Clero quisieron reintegrarse en la Iglesia. Era una situación difícil. Se dieron unas normas generales, pero cada caso concreto requería una atención particular. Eran necesarios mucho tacto y no menos comprensión. Se eligió en cada diócesis un grupo de sacerdotes encargado de llevar adelante la delicada tarea de reintegrar en la Iglesia a los sacerdotes que había jurado la Constitución Civil del Clero. Uno de los elegidos en Burdeos fue Guillermo José. Quedan numerosos documentos de estos procesos, en los que fue preciso afinar mucho, sin cerrar nunca las puertas a los que de verdad, reconociendo su error, deseaban volver no sólo al seno de la Iglesia, sino también al ejercicio del ministerio sacerdotal.
Por desgracia, la calma duró poco tiempo. La Convención dictó orden de expulsión para todos los sacerdotes que no hubiesen jurado la Constitución Civil. La Municipalidad de Burdeos confeccionó una lista con los que debían ir al exilio. En ella figuraban aquellos que, habiendo sido expulsados de Francia, habían regresado después de 1794. Por más que Guillermo José trató de demostrar que él nunca había abandonado la ciudad, no logró hacer que su nombre desapareciera de la lista.
Por ello, el 18 de septiembre de 1797 cruzó la frontera con España, camino del destierro.


En Bayona encontró a su hermano Luis Javier, quien, después de haber pasado una temporada en Orense, intentaba volver a su patria.
Acompañados por otros sacerdotes, los dos hermanos se dirigieron hacia Zaragoza, adonde llegaron el 11 de octubre, víspera de la festividad de Ntra. Sra. del Pilar.
Como eran bastantes los sacerdotes franceses refugiados en España, el gobierno francés trató de presionar sobre el español para que también los expulsara. De hecho, el rey Carlos IV firmó un Decreto por el que los confinaba en la isla de Mallorca. Sin embargo, esta decisión se cumplió en muy pocos casos. El pueblo y muchas veces incluso las propias autoridades, protegieron a los sacerdotes franceses, y se buscaron mil excusas para que el Decreto quedara en papel mojado.
En algunos casos era suficiente presentar un certificado de cualquier enfermedad. para no volver a ser requerido.
Guillermo José pasó tres años en Zaragoza, acompañado por su hermano Luis Javier y un grupo bastante numeroso de sacerdotes franceses. Todos ellos tenían algunas limitaciones en sus actividades; en especial, no podían ejercer el ministerio de forma pública. Aunque recibían ayuda a través de colectas o limosnas personales, cada uno se las ingeniaba como podía para sobrevivir. Los hermanos Chaminade, por ejemplo, confeccionaban flores artificiales y estatuas, que luego vendían. Gracias a ello, se mantuvieron, mal que bien, durante estos años.
Pero tal vez la actividad más importante del grupo de sacerdotes franceses en Zaragoza fuera otra. Guillermo José visitó y conoció a fondo los diferentes conventos de la ciudad. Además, los franceses se reunían con frecuencia, no sólo para comentar las noticias que les llegaban de Francia, sino también para pensar en la estrategia futura de la iglesia una vez que les permitieran regresar. En estas reuniones nació una idea que luego sería fundamental en la vida y obra de Guillermo José: la idea de Misión, Había que volver a Francia con la misma mentalidad con que se va a un país de misión. Después de los años de Revolución, el suyo ya no era un país cristiano. Era preciso convertirlo, empezar desde abajo, crear nuevas estructuras y nuevas formas de apostolado. Años más tarde, cuando Guillermo José funda la Congregación y más adelante el Instituto de Hijas de María y la Compañía de María, insistirá una y otra vez en el carácter misionero del apostolado que tienen que realizar.
También, según testimonios posteriores, Zaragoza fue un lugar privilegiado para su propia experiencia espiritual. Allí fraguó muchos de los proyectos que luego iba a llevar a cabo. A un marianista de los primeros años, Carlos Rothea, le dijo en cierta ocasión: «Hijos míos, tal como estáis aquí, os ví, hace mucho tiempo, en un abrir y cerrar de ojos.» Una larga tradición marianista asegura que fue en Zaragoza, rezando ante la Virgen del Pilar, donde él intuyó de alguna forma lo que luego sería la Compañía de María. De ahí el hecho de que tantas obras marianistas lleven el nombre de «El Pilar».
Mientras tanto, la situación política cambiaba con rapidez en Francia. Los exiliados comenzaban a ver próximo el momento del retorno. A finales de 1799, Guillermo José inició los trámites para poder regresar. Consiguió, tras muchas dificultades, que su nombre fuera borrado de la lista de los emigrados. Con ello, el camino quedaba libre. Por fin pudo volver a Burdeos. Llegó en la más total de las miserias. Su antigua criada María Dubourg le tuvo que prestar una cama para poder dormir los primeros días. La ciudad había sufrido una verdadera criba. La población se había reducido en más de veinte mil habitantes. A pesar de no existir una hostilidad abierta, los sacerdotes que volvían del exilio eran mirados con cierto recelo por parte de las autoridades y del mismo pueblo. De la estructura de la Iglesia no quedaba nada, ni siquiera los edificios, muchos de los cuales habían sido destruídos, incautados o destinados a otras funciones. Había que empezar de cero. En marzo de 1801, la Santa Sede le concedió a Guillermo José el título de Misionero Apostólico. Este será el único título que aceptó en su vida y que luego transmitió a los Superiores Generales de la Compañía de María...
En el fondo, siempre lo consideró como el más adecuado a su estilo de trabajo en la Iglesia y con la idea que tenía del servicio que había que realizar.
Para iniciar el trabajo, Guillermo José abrió un oratorio en la calle de San Simeón. Allí celebraba la eucaristía y atendía a todos los que solicitaban su ayuda. En este oratorio nacerá la Congregación tratando de ser fiel a la Iglesia y a los signos de los nuevos tiempos. Mientras se realizaba todo esto, se le nombró Administrador Apostólico de la diócesis de Bazas que se encontraba vacante. En este cargo trabajó durante dos años, hasta que la diócesis fue unida a la de Burdeos.


LA CONGREGACIÓN
Pensando en el futuro, Guillermo José se dedicó a trabajar sobre todo con los jóvenes. Tenía una especial capacidad para conectar con ellos e ilusionarlos en sus trabajos apostólicos. Poco a poco les va inculcando el sentido de la comunidad cristiana. Los reúne, los anima a traer a otras personas, los ayuda a conocerse entre ellos y trata de formar un grupo que sea capaz de trabajar unido, sin renunciar a su condición de laicos, pero asumiendo con seriedad el compromiso de su fe. Así, a finales de 1800, ha conseguido ya el embrión de la futura Congregación. El 8 de diciembre de 1800 doce jóvenes hacen el gesto solemne de consagrarse a la Virgen, empleando esta fórmula.
«Yo... servidor de Dios e hijo de la Iglesia Católica Apostólica y Romana, me entrego y dedico al culto de la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen María. Prometo honrarla y hacerla honrar en cuanto de mí dependa, como Madre de la juventud. Que Dios me ayude, y sus santos evangelios.»
El grupo no podía ser más heterogéneo. Lo formaban dos profesores, tres estudiantes, un clérigo, un zapatero y varios dependientes de comercios de la ciudad. A todos les unía una fe común y una confianza total en María, la Madre de Jesús. Aunque el dogma de la Inmaculada no fue proclamado hasta cincuenta años después, la Congregación de Burdeos nacía proclamando públicamente la Inmaculada Concepción de la Virgen.
El primer presidente de la Corngregación fue Luis Laforgue, que años después ingresaría en el noviciado de los Hermanos de las Escuelas Cristianas.
Los doce congregantes se propusieron buscar nuevos miembros para la Congregación. Al cabo de un año eran cien.
Para Guillenno José la Congregación fue desde el principio su obra predilecta. No sólo era su inspirador y director, sino que estaba convencido de que era el camino que la Iglesia de Francia necesitaba; una nueva forma de acción cristiana. La Congregación tenía un estilo muy bien delimitado. Quien deseaba ingresar pasaba primero por la etapa de «postulante»; una vez que presentaba formalmente su solicitud de ingreso, comenzaba el período llamado «de pretendiente». Por fin, había tres meses «de probando» antes de realizar el acto de consagración, que significaba el paso definitivo para poder ser considerado congregante.
El director de la Congregación tenía su Consejo y exístía también otro Consejo formado por los dirigentes de la Congregación. Se requería haber cumplido los diecisiete años para poder ser congregante y treinta años era la edad tope. Para conseguir una mayor flexibilidad, había distintas ramas que funcionaban con una cierta independencia: padres de familia, clérigos, jóvenes (de ambos sexos)...
Además de las reuniones de cada sección se celebraban Asambleas conjuntas que, en ocasiones, eran públicas.
La presidenta de la rama femenina fue durante mucho tiempo M. Teresa Lamourous, que más adelante fundaría la obra de la Misericordia.
Uno de los Estatutos de la Congregación prohibía expresamente hablar de política en las reuniones.
Dentro de la rama femenina, una de las congregantes más activas fue Adela de Batz y Tranquelléon, que luego fundaría el Instituto de Hijas de María Inmaculada (Marianistas).
Asímismo, la Congregación fue el germen de la Compañía de María (Marianistas) y el origen de otras muchas vocaciones, encaminadas hacia diferentes congregaciones.
En una carta del ocho de octubre dirigida a la fundadora de las Hijas de María Inmaculada, Guillermo José dice:
«Voy a descubrimos un secreto... cada congregante de cualquier sexo, edad o estado, debe ser miembro de la misión... Varios congregantes han ingresado en distintas congregaciones religiosas... pero aquí se trata de otra cosa: de congregantes religiosos,que siendo congreantes activos quieran v¡vir regularmente como religiosos.»
Por encima de todo, la Congregación se distinguía por «una verdadera y sólida devoción a María: es decir la práctica de los tres grandes deberes de esta devoción: honrarla, invocarla e imitarla». Pero no pretendía Guillermo José reducir la vida del congregante a un acto permanente de piedad personal. La Congregación debía de ser una «milicia activa» y por ello eligió como lema: María Duce (Con María por Capitana). En consecuencia, cada congregante tenía que ser misionero.
También era típica de la Congregación su apertura, no sólo a todos los demás grupos de la Iglesia, sino también a todo tipo de trabajo y condición social. De hecho, el primer noviciado que tuvieron los Hermanos de las Escuelas Cristianas en Burdeos después de la Revolución fue la propia casa de Guillermo José, que durante algún tiempo fue el superior canónico del noviciado. Entre los grupos de la Congregación, Guillermo José siempre mostró un cariño especial por el de los limpiachimeneas, que era uno de los más activos.
La Congregación se desarrollaba con gran rapidez. Sus actividades se multiplicaban continuamente. Junto a la alegría lógica, Guillermo José también sentía una profunda preocupación, ya que temía que el número creciente de congregantes terminara por afectar al espíritu inicial.
Además, seguía dando vueltas a sus ideas sobre la vida religiosa. Desde antes de la Revolución, la vida religiosa había pasado por una época de creciente desprestigio. Muchas órdenes habían desaparecido o se habían visto reducidas a la mínima expresión. La persecución había agudizado el problema. Se empezaban a restaurar algunas órdenes, pero Guillermo José pensaba que eso no bastaba. Para su Congregación, soñaba con «el hombre que no muere». Quería que fuera una institución sólida, pero al mismo tiempo flexible. Que mantuviera lo esencial, pero adaptada a la nueva situación.
De estas preocupaciones y de la propia vitalidad de los congregantes surgió el «estado», formado por un grupo de congregantes dispuestos a vivir, en la vida civil, los consejos evangélicos. Dentro del «estado» había diferentes tipos de compromiso. Se pronunciaban votos privados y las obligaciones quedaban muy claras para evitar futuros problemas. Se pensó que fuese el «estado» el que asumiese la dirección de la Congregación, pero la idea no fue aceptada. Era un primer paso. Pero no sería el definitivo.
En 1806 Guillermo José atravesó una situación económica angustiosa. Llegó a plantearse el abandono de la Congregación y solicitar del obispo que le asignara una parroquia. Sin embargo, tras unos meses de reflexión, decidió seguir adelante. Para resolver el problema, vendió algunas cosas y pidió ayuda a su familia.
Mientras, la tensión entre la Iglesia y Napoleón iba creciendo. En abril de 1808 falleció su hermano Luis Javier. La Magdalena, el oratorio en el que se reunía la Congregación, quedó medio destruido por un incendio. Las desgracias se acumulaban. La tormenta iba a estallar de nuevo.
En 1809 Napoleón hace prisionero al Papa y se anexiona los Estado Pontíficios. El Sumo Pontífice respondió firmando la Bula de excomunión del Emperador. la policía trató de evitar la difusión de la Bula, pero fue inútil. En París, grupos de congregantes ligados al partido monárquico consiguieron el documento y difundieron copias del mismo. También los congregantes de Lyon participaron en su difusión. Aunque estas congregaciones y la de Burdeos no tenían vínculos de tipo jurídico, eran frecuentes el intercambio de experiencias y la correspondencia entre sus miembros.
Un congregante de Burdeos, Jacinto Lafon, estaba en contacto con el grupo de París. En sus intercambios, además de tratar asuntos religiosos, se hacían en ocasiones alusiones claras a la política y a los planes de acción monárquica. Lafon se comprometió a difundir la Bula de Burdeos y también un folleto en el que se detallaban las tensas relaciones entre Napoleón y la Iglesia.
A pesar de que la divulgación de estos documentos fue muy reducida en Burdeos, la policía, que había descubierto en París el foco de la conspiración, llegó fácilmente hasta Jacinto Lafon. Además, un agente del gobierno había conseguido introducirse en la Congregación e informaba de las actividades de sus miembros. Gracias a ello quedó claro que el compromiso político de Lafon era puramente personal y que, institucionalmente, la Congregación no tenía nada que ver en el asunto. De todas formas, Guíllermo José fue detenido e interrogado junto a Lafon. Guillenno José quedó libre y Lafon fue a la cárcel, desde la que siguió participando en actividades políticas.
Napoleón decretó la desaparición. de todas las asociaciones religiosas el 15 de septiembre de 1809. Era la represalia temida. De nada sirvieron las dos memorias que Guillermo José redactó explicando las actividades y fines de su congregación, pues se vio obligado a seguir viviendo en la clandestinidad.
A finales de 1812 Lafon se comprometió nuevamente con el golpe de estado del general Mallet (el 23 de octubre). Guillermo José fue detenido una vez más, junto a varios dirigentes de la Congregación. Pasaron unos días en prisión, pero, al no encontrarse cargo alguno contra ellos, fueron puestos en libertad. Sin embargo, era necesario extremar las precauciones, ya que en Burdeos la Congregación resultaba sospechosa a los ojos de las autoridades civiles.
La restauración de los Borbones permitió a la Congregación volver a sus actividades normales. En marzo de 1815 Napoleón huye de la isla de Elba y regresa a Francia. Bajo la acusación de monárquico, Guillermo José vuelve a ser detenido. Confinado en el fuerte de Ha, es deportado poco después a Cliateauroux. Napoleón sólo dura cien días en el poder. Su abdicación es ahora definitiva. Guillermo José regresa a Burdeos y se le recibe triunfalmente.
La nueva situación política va a suponer también un fuerte cambio en la Congregación, que pasa al primer plano de la actualidad bordelesa. Muchas personas de la nobleza y de la nueva clase dominante ingresan en sus filas. La Congregación está de moda.
En 1816 los miembros del «estado» no llegan a quince. Entre ellos destaca un joven: Juan Bautista Lalanne. Juan Bautista había comenzado en París la carrera de medicina, pero, pensando en ser sacerdote, vuelve a Burdeos. Su intención es ingresar en alguna orden religiosa, pero no se decide por ninguna. Mientras toma la decisión, entra en el «estado».
Guillermo José mantenía contacto desde 1808 con Adela de Batz y Trenquelléon, que había fundado una asociación, que llegó a reunir sesenta miembros, dedicada a hacer obras de, caridad. A través de Jacinto Lafon se había puesto en contacto con la Congregación de Burdeos y, en especial, con su director. Durante estos años la correspondencia entre ambos había sido muy intensa.
El proyecto inicial de Adela se fue perfilando, y en junio de 1816 se funda el Instituto de Hijas de Marla Inmaculada (religiosas marianistas), con sede en la ciudad de Agen.



LA FUNDACIÓN DE LA COMPAÑÍA DE MARÍA
Antes de cumplirse el primer aniversario de esta fundación, el 1 de mayo de 1817, Juan Bautista Lalanne se presentó a Guillermo José. Por fin había tomado una decisión. No iba a ingresar en ninguan orden religiosa. Se ponía a su entera disposición para realizar esa idea que llevaba acariciando tanto tiempo. Su director, que tenía cincuenta y seis años por esas fechas, se emocionó y le dijo:
Durante varios meses Lalanne y sus amigos Collineau y Auguste Brougnon-Perriére se reunieron con frecuencia en la finca San Lorenzo para ir madurando el proyecto. Muy pronto se les unieron dos personas más. El 2 de octubre solicitaban formalmente hacer votos de religión. El 11 de diciembre, ya se les habían agregado otros dos miembros, pronunciaron sus votos. Había nacido la Compañía de María (religiosos marianistas).
La primera comunidad se instaló en una casa de la calle Segur que fue bendecida el 25 de noviembre.
La casa tenía cinco habitaciones: oratorio, sala de estudio, comedor, cocina y dormitorio. Auguste, Lalanne y Daguzan se fueron a vivir allí. El primero era profesor. El segundo había iniciado sus estudios sacerdotales. El tercero era comerciante. El resto del grupo desempeñaba distintos oficios. Canteau y Bidon eran toneleros, Collineau era clérigo y Clouzet comerciante. A medida que iban resolviendo sus situaciones personales se iban integrando en el grupo. Al principio todos continuaron con su trabajo habitual. Lalanne hizo un reglamento de seis artículos para la vida en común. Auguste fue nombrado superior, Collineau se encargaba de la formación y Canteau tuvo que hacerse cargo de la cocina.
Durante casi un año reflexionaron y trabajaron juntos intentando poner las bases de la fundación. Guillermo José, no queriendo interferir, no fue en principio a vivir con ellos, pero mantenía contactos permanentes con todos y cada uno de los miembros. Además, era el director del grupo.

En agosto de 1818 pudo presentar al arzobispo de Burdeos un esbozo de Constituciones de la nueva entidad religiosa. Del 28 de agosto al 5 de septiembre de ese año hicieron juntos ejercicios espirituales. Al término de esos días, Auguste, Bidon, Lalanne, Daguzan y Canteau hicieron los votos perpetuos. El resto lo hizo por tres años. De forma oficial, ya existía la Compañía de María. La «Pequeña Compañía», como le gustaba a su fundador que se llamase.
En Burdeos, donde la Congregación era conocida por todo el mundo, la gente se preguntaba por el trabajo que iba a realizar aquel grupo. Ni ellos mismos lo sabían. Lo único que deseaban era unirse a la tarea apostólica de Guillermo José. Parecía, por tanto, que la Congregación iba a ser su ocupación fundamental.
Algo parecido ocurría en Agen con las Hijas de María Inmaculada.
Un año antes de la fundación, en 1815, Guillermo José le había escrito a la propia Adela: «Vosotras enseñad la religión, formad en la virtud a jóvenes de todo estado y condición.»
Sin embargo, tanto el obispo de Agen como las autoridades civiles le pidieron a la nueva comunidad de religiosas que abrieran un aula de enseñanza gratuita. Así lo hicieron, no sin cierto temor. Inicialmente, sólo admitieron a un grupo muy reducido, con la intención de ir ampliándolo lentamente.
Los siete primeros marianistas pasaron el primer año de vida en común sin abandonar sus antiguos oficios y trabajos. Juntos se dedicaban a la Congregación, pero ésta no les ocupaba nada más que una reducida parte de su tiempo. Se pusieron a pensar en la posibilidad de un trabajo común al que tuvieran que dedicar todo su tiempo y esfuerzo. Como tres de ellos eran profesores de segunda enseñanza, enseguida surgió la educación como posible campo de acción.
En aquella época ser maestro no era lo mismo que hoy. Nadie quería serlo. No existían métodos ni centros, para la formación de maestros. Algunos ni siquiera sabían leer. Además, simultaneaban la enseñanza con mil cosas más. Desde el punto de vista social, era una ocupación considerada casi despreciable. Por otro lado, apenas había centros dedicados a la segunda enseñanza. Entre la primaria y la enseñanza superior había una laguna que nadie parecía interesado en llenar. Auguste, Lalanne y Collineau eran profesores de uno de los pocos centros de este tipo que existían en Burdeos: el Instituto de Mons. Estebenet, que atravesaba una situación económica crítica. Parecía una ocasión providencial para que la Compañía de María tuviera su primera obra propia. No fue difícil llegar a un acuerdo con el propietario, con el que acordaron una renta vitalicia de mil quinientos francos anuales. Así fue como los religiosos marianistas iniciaron su trabajo en la educación.
Años después, en 1820, le ofrecieron a Guillermo José la dirección de una escuela primaria en Agen. No estaba previsto trabajar en ese campo, que ya parecía cubierto por otras congregaciones religiosas. No era fácil renunciar a esta oferta, aun dejando claro que la Compañía de María no deseaba dedicarse de forma única ni especial a este nivel de educación. A finales de ese mismo año tres religiosos partieron a pie de Burdeos con dirección a Agen. Así hicieron los ciento veinte kilómetros que separan las dos ciudades. Una vez allí, se hicieron cargo de la escuela.
Fue tal el éxito logrado en Agen, que todo parecía indicar que ese y no otro era el camino del futuro.
Mientras tanto se iban perfilando los detalles característicos de la nueva congregación religiosa. Guillermo José y su secretario, el abogado David Monier, trabajaban en ello, tomando a veces como referencia las constituciones de las Hijas de María Inmaculada. Los marianistas no llevarían hábito. Su vestido sería modesto y similar al de los seglares, que en aquella época llevaban levita y sombrero de copa. Su signo distintivo sería un anillo que simbolizada el compromiso adquirido con la Virgen María. A los tres votos de religión añadirían el de estabilidad, para reforzar dicho compromiso. En su composición habría sacerdotes y no sacerdotes, pero todos con idéntico carácter de religiosos. Guillermo José estaba convencido de la necesidad de una nueva estructura para hacer frente a las realidades del momento. Para él, lo esencial de la vida religiosa no estaba en nada exterior, sino en algo mucho más profundo, que se podía mantener sin apariencias externas. Uno de los motivos por los que fue llamada a Agen la Compañía de María reforzaba esta idea. La población no quería recibir a los Hermanos de las Escuelas Cristianas porque sus hábitos suscitaban recelo. Un mes después de su apertura, la escuela gratuita de Agen contaba ya con ciento cuarenta y ocho alumnos, a los que se les exigía un certificado de pobreza, aunque muchos párrocos se lo proporcionaban a familias de la burguesía para que sus hijos pudieran asistir a la escuela. Al finalizar el curso de 1820, la Compañía de María la formaban quince religiosos.
Tras una serie de circunstancias y coincidencias, dos hermanos alsacianos, Luis y Carlos Rothéa, conocieron la Compañía e ingresaron en ella, siendo Carlos ya sacerdote. Ellos fueron los que la dieron a conocer en su país natal y los que iniciaron una serie de fundaciones en Alsacia, lo que hizo que numerosos aspirantes de la región ingresasen en la Compañía..
No obstante, la fundación más significativa, y al tiempo accidentada, fue la de Saint-Remy (Franco-Condado). M. Bardenet había adquirido el castillo de Saint-Remy y la finca de ciento cincuenta Has. que la rodeaba. El edificio era enorme, pero estaba totalmente abandonado y precisaba de grandes reparaciones para hacerlo habitable. Su idea era conseguir que se instalara allí una comunidad religiosa y con ese objetivo se la ofreció a Guillermo José. A éste le daba cierto miedo abrir una comunidad tan lejos, con las dificultades que los contactos y los viajes tenían en aquella época. De todas formas, envió a su secretario M. Monier para que, sobre el terreno, le asesorara antes de tomar ninguna decisión. M. Monier se entusiasmó de tal manera que, sin más precauciones, firmó el contrato. Inmediatamente después se dio cuenta de que había embarcado a la Compañía en una aventura difícil de sostener. Pero ya no tenía arreglo. El día del Carmen de 1823, diez marianistas se dispusieron a emprender un viaje de más de doscientas leguas en un coche de alquiler en el que sólo cabían ocho, teniendo que ir dos andando, por turnos.
Al llegar a Saint-Remy se encontraron con que el edificio únicamente tenía las paredes. Allí no había nada. La comunidad contaba con seis francos para hacer frente a todas las necesidades. Los comienzos fueron durísimos. Frío, hambre, mucho trabajo..., pero, a pesar de todo, siguieron luchando y manteniendo no sólo un gran espíritu, sino incluso un buen humor y una alegría llamativos.
Los habitantes de la región quedaron sorprendidos del estilo y la forma de vivir de aquellos religiosos. Pronto se presentaron postulantes que deseaban ingresar en la Compañía de María. Pero, ¿qué iban a hacer en Saint-Remy? La pregunta no tenía facil respuesta. Al principio pensaron instalar una casa de retiros. Luego, sin tener aún decidido el futuro, colaboraron cuanto pudieron en el apostolado, aportando sus experiencias. Por fin, decidieron abrir una escuela normal para la formación de maestros.
En muy pocos años la obra de Saint-Remy llegó a ser la más variada e importante de la Compañía. Además de la escuela normal se abrieron en seguida un noviciado, una casa de ejercicios, una escuela de artes y oficios y una comunidad de marianistas dedicados al trabajo manual y a la contemplación, a la que ellos mismos llamaron «La pequeña Trapa». Todo este conjunto de actividades hizo que Saint-Remy fuera no sólo la comunidad más numerosa de la Compañía de María, sino también un foco importante de irradiación, tanto en el Franco Condado como en Alsacia. Pero, por encima de todo, la variedad de obras de Saint Remy constituía la realización de uno de los principios fundamentales que Guillermo José había querido inculcar a la Compañía de María: la universalidad en el apostolado. Allí se trabajaba con todas las edades y todas las clases sociales. Nadie estaba excluido. Guillermo José no queda someter la acción de la Compañía a las directrices del Estado. Quería para ella una total libertad de acción. Por eso era reacio a solicitar la aprobación civil de la misma. Sin embargo, la realidad se imponía. La única manera de lograr ayuda para obras, de por sí deficitarias, era la obtención de dicho reconocimiento civil. El Estado tenía el monopolio de la enseñanza, pero aceptaba la ayuda y colaboración de otras instituciones. Además, sin ese trámite legal, los religiosos jóvenes quedaban sometidos a siete años de servicio militar. Todo ello, junto a la insistencia de M. Monier, decidió a Guillermo José a solicitar el reconocimiento civil de la Compañía. Para ello preparó unos estatutos y envió al P. Caillet a París para lograr su aprobación ante el ministro de Educación, que era en ese momento el arzobispo Mons. Frayssinous. El 16 de noviembre de 1825, un Real Decreto reconocía oficialmente la existencia de la Compañía de María.
La gran expansión de los primeros años, el éxito en las obras iniciadas, el aumento de vocaciones... parecían presagiar años tranquilos y sin grandes dificultades. Pronto, sin embargo, iba a aparecer lo que el propio Guillermo José denominaba «la prueba de Dios».
Las dificultades iban a surgir en cuatro frentes distintos. Primero sería la Revolución de 1830. Luego el abandono de la Compañía de algunos de los religiosos de más prestigio. Más adelante, la falta de entendimiento entre Guillermo José y el Instituto de Hijas de María Inmaculada. Y, entremezcladas con los tres, las graves dificultades económicas debidas al rápido desarrollo y a los numerosos compromisos contraídos.
En 1830, al huir el rey Carlos X, subió al trono Luis Felipe de Orleans. En ese momento se desencadenaron una serie de acontecimientos, motivados en parte por un cierto sentido antirreligioso contenido durante la Restauración. En París hubo saqueos de iglesias y barricadas en las calles. En Burdeos la cosa no pasó de unas cuantas manifestaciones. Pero el ambiente estaba cargado. Se temían conspiraciones de origen monárquico, y tanto la Congregación como la propia persona de Guillermo José eran vistas como sospechosas. Su domicilio fue registrado minuciosamente, pero, al no encontrar nada comprometedor, se le permitió viajar a Agen, como tenía previsto. Lo que nadie, ni él mismo, sabía es que iba a tardar cinco años en volver a Burdeos.
Se cerraron los dos noviciados de Burdeos y las escuelas normales de Courtefontaine y Saint-Remy. En el registro del domicilio de Guillermo José lo único que encontraron fueron cuatro medallas de la Inmaculada, semejantes a las halladas en casa de M. Estebenet, complicado en actividades políticas. Como dichas medallas eran las habituales de los congregantes, no era de extrañar que las tuvieran personas vinculadas a la Congregación. La policía pensó inicialmente que eran la contraseña de un movimiento subversivo, pero, al darse cuenta de lo ridículo de esta suposición, no presentó cargo alguno contra Guillermo José. Las dificultades que la Revolución traía consigo fueron motivo de la vacilación y defección de muchos religiosos. Sin embargo, eran dos los que preocupaban especialmente al fundador: M. Auguste y M. Collineau. El primero de ellos se oponía a las obras de primera enseñanza. Director del colegio de Burdeos, había contraído deudas difíciles de saldar. El segundo no quería dedicarse a la enseñanza. Ambos pertenecían al grupo de siete con que se inició la Compañía de María. Guillermo José quería entrañablemente a los dos y eran sus consejeros. Decidieron abandonar la Compañía y para ello contaron con la ayuda del arzobispo de Burdeos que les dispensó fácilmente de sus compromisos, e incluso nombró a M. Collineau, que era sacerdote, canónigo honorario de Burdeos. Monseñor de Cheverus había sucedido en el arzobispado bordelés a monseñor D'Aviau. Este último había sido gran amigo de Guillermo José y un gran animador de todas sus actividades. Pero el nuevo arzobispo apenas le conocía. Tal vez por ello, se puso del lado de aquellos que abandonaban la Compañía. El asunto de las deudas de M. Auguste era uno de los temas más dolorosos para el fundador. Al no estar claro lo que aquel había aportado en el momento de la fundación y al exigir una indemnización al abandonar la Compañía, el asunto se fue complicando con el tiempo, dando origen a constantes fricciones.
Las dificultades con las religiosas marianistas comenzaron en 1831. La nueva superiora no conocía a Guillermo José suficientemente y le exigió una separación de contabilidades entre la Compañía de María y el Instituto de Hijas de María Inmaculada. Un año más tarde el vicario de la diócesis de Agen prohibía la presencia del P. Chaminade en el convento de las monjas si no iba acompañado por otro sacerdote. La tensión seguía creciendo y las religiosas recurrieron al arbitraje de M. Collineau, que había abandonado la Compañía de María poco tiempo antes. A pesar de todo, seguía teniendo un gran aprecio por el P. Chaminade y supo actuar con tacto. El obispo, ya anciano, intervino, acogiendo con todo cariño a Guillermo José. incluso celebraron juntos un acto de reconciliación con el que terminaba el problema. A partir de entonces las relaciones volvieron a ser de lo más cordial, quedando olvidadas todas las dificultades anteriores.
Una gran amistad unía a Guillermo José y al P. Lalanne, que fue el primer marianista y una de las personas de su confianza. Pero aún siendo una excelente persona y, sobre todo, un gran educador de ideas geniales, era también un administrador desastroso con constantes problemas económicos.
Sin abandonar la Compañía de María, estuvo un tiempo separado de la misma, para tratar de poner en orden y resolver sus dificultades financieras. Esta situación hizo sufrir enormemente a Guillermo José. Lalanne, de fuerte temperamento, fue muy duro en sus juicios y comentarios sobre el fundador. También esta vez volvió todo a su cauce normal y se restablecieron las relaciones amistosas de siempre.
A pesar de todas estas dificultades, Guillermo José no dejó de trabajar durante estos años. Especialmente preocupado por la redacción de las Constituciones, dedicó a esta tarea sus mejores esfuerzos. Para ello, consultó a muchas personas y escuchó con paciencia las críticas, incluso las más descorteses, hechas a los borradores que iba presentando. Se inspiró muchas veces en la Regla de los sacerdotes de San Carlos, de Mussidan, que, a su vez, estaban basadas en el espíritu ignaciano. También la Regla de San Benito le fue de gran ayuda. El primer libro constaba de doscientos cincuenta artículos, que eran prácticamente los mismos que había escrito en 1819. Pero el segundo libro, en el que debía establecerse el gobierno de la Compañía, resultaba más difícil de redactar. No aceptó varias sugerencias sobre la distinción jerárquica entre sacerdotes y laicos, fijando como única diferencia entre los religiosos el destino y el trabajo de cada uno. Era ésta una característica esencial de la Compañía de María que su fundador quería conservar por encima de todo.
El Papa Gregorio XVI publicó el 27 de abril de 1839 el «Decreto Laudatorio», aunque dejó para más adelante la aprobación definitiva. A partir de ese momento, las dos obras de Guillermo José eran ya de derecho pontificio. En septiembre hizo sesenta copias que envió a los superiores de todas las comunidades. Más tarde, en 1847, se realizó la primera impresión de las mismas en la ciudad de Besançon.
La aprobación definitiva de Roma se haría esperar hasta 1891. Los últimos años de la vida de Guillermo José fueron los más duros. En 1841, con el fin de resolver de forma definitiva el tema de las deudas de M. Auguste, dimitió verbalmente como Superior General de la Compañía de María. De esta forma, él se hacía cargo personalmente del asunto y no involucraba a la Compañía. Durante varios años no hubo problema alguno. Seguía participando en las sesiones del Consejo General y se tomaban las decisiones de forma colegiada. Sin embargo, la situación iba a cambiar a partir de febrero de 1844. Guillermo José intentó hacer ver que, como fundador, no podía permitir que se convocara un Capítulo General sin su consentimiento, ya que la dimisión que había presentado se debía a causas circunstanciales y ajenas a su persona. Sus asistentes, que no eran de la misma opinión, enviaron a la Sagrada Congregación de Religiosos un informe en el que no permitieron que Guillermo José incluyera nada. En julio de 1848 llega la respuesta de Roma: el puesto de Superior General está vacante. A pesar de que la mayoría de los religiosos estaban de acuerdo con su fundador, el arzobispo de Burdeos insistió en que se convocase el Capítulo General sin tenerle en cuenta.
El Capítulo se reunió en Saint-Remy. Por aquellas fechas la Compañía contaba con doscientos cincuenta religiosos, de los cuales treinta y ocho eran miembros del Capítulo: treinta y cinco por ser directores de las comunidades existentes y los tres restantes por pertenecer al Consejo General. Las reuniones del Capítulo estuvieron manejadas, en toda la extensión del término, por el P. Narciso Roussel, quien no permitió en ningún momento que nadie defendiera al P. Chaminade ni admitió otro punto de vista que no fuera el suyo. Fue elegido superior el P. Jorge Caillet quien, a pesar de manifestar públicamente su deseo de mantener con el fundador «relaciones de veneración, ternura y reconocimiento», lo primero que hizo nada más llegar a Burdeos fue obligar al P. Chaminade a salir del noviciado y a trasladarse a vivir a la Magdalena, encargando a un religioso que le vigilara. Además, le prohibió todo tipo de correspondencia y, cuando le impuso la separación de sus bienes personales de los de la Compañía, no le dejó consultar ningún documento.
A pesar de todo ello, Guillermo José aceptó la decisión de Roma cuando declaró válido el Capítulo General y el nombramiento de su sucesor y soportó con entereza admirable y, sobre todo, con un gran sentido cristiano, todas las vejaciones a las que le sometieron.

Su Muerte y Beatificación

El 6 de Enero, sufrió un ataque de apoplejía que le paralizó el lado derecho y le hizo perder la facultad de hablar. El P. Collineau le administró la unción de los enfermos y después de una ligera mejoría se fue apagando poco a poco, hasta que el 22 de enero de 1850, a las tres de la tarde, expiró mientras intentaba besar el crucifijo.
Sus restos mortales fueron depositados en el panteón de los sacerdotes de la diócesis.

Veinte años después fueron trasladados a una tumba nueva en el cementerio de la Cartuja de Burdeos.

José Simler, cuarto superior general, en la primera biografía que se escribe sobre Chaminade (1901) comienza la rehabilitación de su figura. Pero su causa, que se introduce en Roma en 1918, no se acelera hasta que Vasey publica el estudio decisivo “Los últimos años del P. haminade” (1969). Este definitivo y exhaustivo estudio histórico, pedido por la Santa Sede para esclarecer la verdad, desemboca primero en la “declaración de heroicidad de virtudes” (1973), y más tarde en la beatificación por parte de Juan Pablo II (3 de Septiembre de 2000).

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Monseñor Fabriciano Sigampa - Arzobispo de Resistencia

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Te pedimos por todos los jóvenes, hombres y mujeres que sienten tu llamado a la vida religiosa.
Envíanos Señor más servidores para construir tu Reino.
El trabajo es mucho y los trabajadores son pocos.
Dale fuerzas a todos los sacerdotes, religiosas y religiosas del mundo para que sigan tu camino, con fidelidad a la verdad.
Para que ayuden a todos como lo hizo tu Hijo Jesús.
Para que trabajen por la Justicia y la Verdad.
Te pedimos que los acompañes siempre.
Seguí llamando cada día más. Amén.
Marcelo A. Murúa


 

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